jueves, 18 de agosto de 2011

Discurso del Papa en JMJ: edificad vuestras vidas sobre el cimiento firme que es Cristo


Queridos amigos:

Agradezco las cariñosas palabras que me han dirigido los jóvenes representantes de los cinco continentes. Y saludo con afecto a todos los que estáis aquí congregados, jóvenes de Oceanía, África, América, Asia y Europa; y también a los que no pudieron venir. Siempre os tengo muy presentes y rezo por vosotros. Dios me ha concedido la gracia de poder veros y oíros más de cerca, y de ponernos juntos a la escucha de su Palabra.

En la lectura que se ha proclamado antes, hemos oído un pasaje del Evangelio en que se habla de acoger las palabras de Jesús y de ponerlas en práctica. Hay palabras que solamente sirven para entretener, y pasan como el viento; otras instruyen la mente en algunos aspectos; las de Jesús, en cambio, han de llegar al corazón, arraigar en él y fraguar toda la vida. Sin esto, se quedan vacías y se vuelven efímeras. No nos acercan a Él. Y, de este modo, Cristo sigue siendo lejano, como una voz entre otras muchas que nos rodean y a las que estamos tan acostumbrados. El Maestro que habla, además, no enseña lo que ha aprendido de otros, sino lo que Él mismo es, el único que conoce de verdad el camino del hombre hacia Dios, porque es Él quien lo ha abierto para nosotros, lo ha creado para que podamos alcanzar la vida auténtica, la que siempre vale la pena vivir en toda circunstancia y que ni siquiera la muerte puede destruir. El Evangelio prosigue explicando estas cosas con la sugestiva imagen de quien construye sobre roca firme, resistente a las embestidas de las adversidades, contrariamente a quien edifica sobre arena, tal vez en un paraje paradisíaco, podríamos decir hoy, pero que se desmorona con el primer azote de los vientos y se convierte en ruinas.

Queridos jóvenes, escuchad de verdad las palabras del Señor para que sean en vosotros «espíritu y vida» (Jn 6,63), raíces que alimentan vuestro ser, pautas de conducta que nos asemejen a la persona de Cristo, siendo pobres de espíritu, hambrientos de justicia, misericordiosos, limpios de corazón, amantes de la paz. Hacedlo cada día con frecuencia, como se hace con el único Amigo que no defrauda y con el que queremos compartir el camino de la vida. Bien sabéis que, cuando no se camina al lado de Cristo, que nos guía, nos dispersamos por otras sendas, como la de nuestros propios impulsos ciegos y egoístas, la de propuestas halagadoras pero interesadas, engañosas y volubles, que dejan el vacío y la frustración tras de sí.

Aprovechad estos días para conocer mejor a Cristo y cercioraros de que, enraizados en Él, vuestro entusiasmo y alegría, vuestros deseos de ir a más, de llegar a lo más alto, hasta Dios, tienen siempre futuro cierto, porque la vida en plenitud ya se ha aposentado dentro de vuestro ser. Hacedla crecer con la gracia divina, generosamente y sin mediocridad, planteándoos seriamente la meta de la santidad. Y, ante nuestras flaquezas, que a veces nos abruman, contamos también con la misericordia del Señor, siempre dispuesto a darnos de nuevo la mano y que nos ofrece el perdón en el sacramento de la Penitencia.

Al edificar sobre la roca firme, no solamente vuestra vida será sólida y estable, sino que contribuirá a proyectar la luz de Cristo sobre vuestros coetáneos y sobre toda la humanidad, mostrando una alternativa válida a tantos como se han venido abajo en la vida, porque los fundamentos de su existencia eran inconsistentes. A tantos que se contentan con seguir las corrientes de moda, se cobijan en el interés inmediato, olvidando la justicia verdadera, o se refugian en pareceres propios en vez de buscar la verdad sin adjetivos.

Sí, hay muchos que, creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más raíces ni cimientos que ellos mismos. Desearían decidir por sí solos lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es digno de vivir o puede ser sacrificado en aras de otras preferencias; dar en cada instante un paso al azar, sin rumbo fijo, dejándose llevar por el impulso de cada momento. Estas tentaciones siempre están al acecho. Es importante no sucumbir a ellas, porque, en realidad, conducen a algo tan evanescente como una existencia sin horizontes, una libertad sin Dios. Nosotros, en cambio, sabemos bien que hemos sido creados libres, a imagen de Dios, precisamente para que seamos protagonistas de la búsqueda de la verdad y del bien, responsables de nuestras acciones, y no meros ejecutores ciegos, colaboradores creativos en la tarea de cultivar y embellecer la obra de la creación. Dios quiere un interlocutor responsable, alguien que pueda dialogar con Él y amarle. Por Cristo lo podemos conseguir verdaderamente y, arraigados en Él, damos alas a nuestra libertad. ¿No es este el gran motivo de nuestra alegría? ¿No es este un suelo firme para edificar la civilización del amor y de la vida, capaz de humanizar a todo hombre?

Queridos amigos: sed prudentes y sabios, edificad vuestras vidas sobre el cimiento firme que es Cristo. Esta sabiduría y prudencia guiará vuestros pasos, nada os hará temblar y en vuestro corazón reinará la paz. Entonces seréis bienaventurados, dichosos, y vuestra alegría contagiará a los demás. Se preguntarán por el secreto de vuestra vida y descubrirán que la roca que sostiene todo el edificio y sobre la que se asienta toda vuestra existencia es la persona misma de Cristo, vuestro amigo, hermano y Señor, el Hijo de Dios hecho hombre, que da consistencia a todo el universo. Él murió por nosotros y resucitó para que tuviéramos vida, y ahora, desde el trono del Padre, sigue vivo y cercano a todos los hombres, velando continuamente con amor por cada uno de nosotros.

Encomiendo los frutos de esta Jornada Mundial de la Juventud a la Santísima Virgen María, que supo decir «sí» a la voluntad de Dios, y nos enseña como nadie la fidelidad a su divino Hijo, al que siguió hasta su muerte en la cruz. Meditaremos todo esto más detenidamente en las diversas estaciones del Via crucis. Y pidamos que, como Ella, nuestro «sí» de hoy a Cristo sea también un «sí» incondicional a su amistad, al final de esta Jornada y durante toda nuestra vida.

Muchas gracias.

Benedicto XVI



sábado, 6 de agosto de 2011

El sufrimiento: una escuela de la misericordia

El sufrimiento: una escuela de la misericordia

“Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado. Escándalo para los judíos, necedad para los gentiles. Mas para los llamados, un Cristo fuerza de Dios, sabiduría de Dios. La predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros, la fuerza de Dios es sabiduría de Dios.”

1º Corintios 1; 17 - 18

Esta catequesis va dedicada particularmente a quienes de una u otra forma sienten que en su vida hay sufrimiento: los privados de la libertad, los enfermos, los que están pasando momentos duros en la vida familiar, matrimonial, laboral; los jóvenes que sufren el dolor de la adicción a la droga y al alcohol; quienes padecen la esclavitud de la prostitución...

Esta catequesis nos permite vivir el sufrimiento como un lugar donde el corazón se abre a la vivencia de la misericordia como el mejor rostro con el que nos podemos encontrar con el Dios de la Vida.

Es un misterio lo que nos plantea San Pablo en la lectura de hoy, porque para algunos la cruz es una situación escandalosa, una piedra de tropiezo; para otros, necedad; para muchos una tontería, debilidad, un mal que hay que evitar a toda costa, caída. Para otros es un lugar de elevación.

Así se cumple aquella profecía de Simeón en la presentación del Niño Jesús en el templo, cuando le dijo a la Virgen María: “Éste está puesto como un signo de contradicción. Para unos va a ser caída, para otros un lugar para ponerse de pie.”

Es en esta última dimensión, la de ponernos de pie, donde queremos aprender a encontrarnos con el Cristo doliente, presente en los sufrimientos de nuestra propia vida. Jesús, que yace bajo el signo del dolor, asumiendo las cargas de nuestras culpas y nuestros pecados, nos invita a entrar en una dimensión distinta para transformar el dolor en una fuente de vida.

Es el camino de la misericordia: tomar de la puerta que se abre delante de nosotros bajo el signo del dolor las gracias que Dios nos tiene preparadas; allí donde nos parece imposible encontrar nada bueno, de lo cual nos quejamos y lo rechazamos, con lo que nos resulta difícil amigarnos. Porque no estamos hechos para el dolor y, sin embargo, forma parte de nuestra vida; y el asumirlo para transformarlo es el desafío más hermoso que tenemos por delante. Negarlo es una necedad. Así lo dice claramente San Pablo: “quien niega el dolor es un necio”.

El primer grito que un hombre pega cuando aparece a la vida es de dolor, por lo que le supone salir del seno materno y encontrarse de pronto en un lugar distinto, en el mundo. El último grito también es de dolor. Padece el hombre mientras va transitando la etapa final de su vida, al dejar este espacio para meterse definitivamente en el seno de la Santísima Trinidad. El dolor nos acompaña al nacer, mientras dura nuestra vida y al morir. Somos necios si negamos el dolor.

¿Cómo hacer del dolor un lugar de aprendizaje del que podamos sacar provecho?

Para los sencillos de corazón, elevados más allá de sus expectaciones y añoranzas terrenas, permitiendo que el Espíritu Santo ilumine su conciencia de límite para comprender las cosas con la luz de honda inteligencia que Él da, para ellos la cruz y el sufrimiento es un lugar de fortaleza, es sabiduría y manifestación del amor de Dios.

Las consecuencias que el pecado ha dejado en la humanidad son dolor, sufrimiento, muerte, enfermedad, desencuentro, catástrofes. ¿Qué hace el Hijo de Dios? Él, que no tiene pecado, junto a María que tampoco tiene pecado, carga sobre sí estas consecuencias. Y nos invita a nosotros a cargar este peso, para sacarlas del medio y también para darnos a conocer que junto a Él el yugo se hace liviano, suave.

Ordenar la vida desde lo hondo supone hacerse uno con Jesús desde el misterio de la cruz y cargar sobre nosotros la responsabilidad de poner las cosas en su lugar. No es a los manotazos ni rechazando al sufrimiento como podremos transformar nuestra vida bajo el signo de alianza con el que Dios pensó desde siempre nuestra historia.

El momento de dolor por el que atravesamos es una oportunidad para hacernos cargo. Hay que entrar por estos “dolores de parto” imposibles de evitar y, dejando que Jesús nos enseñe a cargar con ellos como un “yugo suave y liviano”, vamos a encontrar lo que estamos buscando como camino de felicidad.

El amor permite hacer del sufrimiento una escuela de vida. El amor nos permite madurar en el dolor; es la fuente más rica para entender el sentido del sufrimiento, que es y será siempre un misterio. Para descubrir este misterio debemos detenernos y contemplar la cruz de Jesús y su entrega de amor. Es por amor y desde el amor hasta el extremo que Jesús padece su Pasión. Es un amor que, lejos de ser infecundo, transforma el sufrimiento de la cruz. Por sus llagas hemos sido sanados.

Juan Pablo II decía que la cruz de Cristo arroja una luz completamente nueva sobre el misterio del dolor, dándole otro sentido al sufrimiento humano. Y lo decía alguien que nos despierta credibilidad, porque Karol Wojtila entendió, desde muy pequeño, que el dolor vivido no desde el resentimiento sino desde la entrega, la aceptación y el amor, es una escuela infinita de misericordia.

Para leer el sentido más profundo del sufrimiento tenemos que detenernos frente a las figuras de estos grandes hombres santos, que nos muestran e indican el camino por el que les viene la sabiduría: el misterio de la cruz. Desde la cruz se contempla mejor el cielo que llega con señales de misericordia para nosotros. Juan Pablo II, tras el atentado contra su vida, en cuanto salió de la clínica fue a visitar a su agresor, para ofrecerle su perdón.

“Porque tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna.”

En estas palabras de Jesús, del Evangelio de Juan, podemos reconocer que la acción de salvación de Dios está en la liberación de la fuerza del mal y del sufrimiento definitivo.

Dios nos quiere felices, pero con una felicidad que asume al dolor.

Dios no nos quiere sufriendo, pero no nos quita el sufrimiento, sino que nos dice que en el medio del dolor se puede ser feliz. “Bienaventurados los que lloran. Bienaventurados los pobres. Bienaventurados los perseguidos. Bienaventurados los que trabajan y luchan por la paz.” Bienaventurados los que pasamos por el camino de la cruz y encontramos en el sufrimiento la presencia de un Dios que no nos abandona, más aún, que resignifica y da sentido a lo que hasta el momento no tenía sentido.

Dios ha venido a dar respuestas a nuestros interrogantes sobre el dolor. El amor es lo que nos permite entrar por esta puerta que nos conduce a la escuela del sufrimiento como escuela de misericordia. Y este amor es de Dios. Esta fuerza viene de lo alto.

Ante el dolor que nos supone la situación actual de nuestra Patria, teniendo enfrente un escenario de tanta conflictividad, no nos queda otra alternativa que “hacernos cargo”. No podemos decir “¿¡Hasta cuándo esto?!”. Hasta que logremos salir adelante. No podemos entrar en esta situación tan crítica sino por una fuerza que nos asista desde el cielo, que nos permita vivir lo que estamos viviendo bajo un signo distinto al de la derrota y el sinsentido.

Los argumentos del tipo “nosotros siempre lo mismo, los argentinos no aprendemos nunca...”, los discursos de la depresión nacional, no nos sirven. Sólo nos sirve el discurso de la esperanza, de que detrás de esto hay un mañana si sabemos asumirlo desde un lugar nuevo, desde el amor que nos permite afrontar lo que debemos afrontar, para sacar provecho de lo que desde hace tiempo no sacamos provecho. De las situaciones críticas que, cuando no las resolvemos, terminan por repetirse. ¿O acaso no estamos en un escenario con algunas semejanzas al del 2001?. Coyunturas y características distintas, pero un mismo problema de fondo no resuelto.

Lo mismo sucede en la vida personal: cuando no sabemos resolver los problemas de fondo, en algún momento del camino se presentan de nuevo, como pidiendo respuestas. Uno los puede acallar por un tiempo, pero la falta de respuestas ante las preguntas sobre la vida y su sentido hacen que los interrogantes reaparezcan una y otra vez, como diciendo “aquí estoy, a mí no me dieron una respuesta”.

Para asumirnos necesitamos el amor, que nos posibilite hacernos cargo de lo que nos pasa. Ésta es nuestra cruz, que no es una situación de derrota sino escuela de vida y de misericordia.

El dolor forma parte de nuestra existencia, pero no puede ser la última palabra ni el último capítulo de la historia. El dolor abrazado con amor es poderosamente fecundo.

Juan Pablo II en Salvifici dolori dice que los testigos de la cruz han transmitido a la Iglesia y a la humanidad un evangelio específico, el del sufrimiento, escrito por el propio Redentor con su pasión asumida por amor, para que el hombre tenga la vida. Esa experiencia se ha convertido en un rico manantial para cuantos han participado de los sufrimientos de Jesús, para esa primera generación de discípulos, y luego para quienes los fueron sucediendo a lo largo de los siglos. Como una corriente de vida que brota de la cruz, que permite que quienes viven un hondo dolor puedan asumirlo.

Por más que el dolor no se puede entender ni explicar ni fundamentar, a través de un acto de fe puedo transformar lo que me hace sufrir, lo que no me deja vivir en paz.

¿Qué sentido tienen el dolor, el sufrimiento, la muerte?

Sólo el dolor que es abrazado y ofrecido por amor y con amor, es fecundo. “Si el grano de trigo muere, produce mucho fruto.”

Juan Pablo II nos dice en Evangelium vitae que la plenitud del evangelio de la vida está en el árbol de la cruz. El sufrimiento es un misterio de amor, es un lugar de vida que se convierte en una invitación de Jesús para seguirlo y colaborar con Él en la salvación del mundo y en el triunfo final de las fuerzas del bien sobre la acción del mal que pugna por destruir la obra del Creador y del Redentor.

Sólo el amor es fecundo y termina con la esterilidad del alma. Sólo el amor permite que, más allá de nosotros mismos, encontremos razones para explicar lo que no se puede explicar: llamados a la felicidad y a la vida, padecemos el dolor y la muerte. Si el amor no nos traspasa, la vida en nosotros no se hace fecunda.

El evangelio del sufrimiento es un punto clave en la buena noticia. Tiene un poderoso valor, aunque escondido y por eso es necesario descubrirlo. Como decía el apóstol Pablo, nosotros predicamos a un Cristo crucificado. Para los que se pierden es una necedad, pero para los llamados es la fuerza de Dios.

Fuente: Radio Maria